“No supe que quería ser periodista hasta que lo fui y, desde entonces, ya no quise ser otra cosa”

La frase es de la periodista argentina Leila Guerriero pero la hago mía. Me gusta este oficio. Me satisface obtener y difundir lo que con perseverancia tratan de esconder los poderosos. Digamos que es una forma de sentirme útil y de forjar la escenificación de la impertinencia que se merecen.
Me gusta este oficio pero corren malos tiempos para él. La subjetividad y militancia descarada y descarnada de las empresas periodísticas (públicas y privadas) se plasman con una desvergüenza que casi ruboriza. El poder político y el económico (mucho mas avispado, y desde mucho antes), se han dado cuenta que adoctrinar, aleccionar y teledirigir a la opinión pública es cuestión fundamental para la consecución de sus objetivos que, en la mayoría de los casos, nada tiene que ver con las necesidades públicas, es decir, las de una mayoría de ciudadanos.
Todo está enfangado. La búsqueda, elaboración y difusión de una noticia se sustenta hoy sobre la base perversa de unas decisiones que nada tiene que ver el interés general, ni con lo éticamente asumible, deseable y exigible. Las noticias se proyectan como quiere el postor que se proyecten.
Siempre ha sido así, pero lo que estamos viviendo en estos tiempos que nos toca transitar es tan flagrante que raya lo grotesco, por no decir, lo terrible.

En ese clima enmarañado, pervivimos los periodistas. O al menos algunos de ellos, los más resabiados, los más impertinentes, los menos supeditados, los más imperfectos. La crónica negra, las noticias del conflicto social, eso que a mi me gusta llamar las historias de la mala vida son el reducto que nos queda a los románticos de este oficio cual si de esos héroes galos de Asterix rodeados por las centurias romanas invasoras se tratase. El resto del panorama está irreversiblemente podrido.
El crimen es espontaneo (casi siempre),a veces imprevisible (en la mayoría de casos) y eso genera un tiempo o margen de actuación en el que al poder político y económico le cuesta reaccionar y, para cuando lo hace, algún gacetillero ha puesto cara de tonto, se ha salido del carril y les ha clavado en la frente la noticia que pretendían controlar. Por eso me gusta lo que hago y me estimula rodearme de la gente que me rodea, hombres y mujeres que están relacionados con el mundo de los sentimientos y emociones, incluido el fascinante mundo de la maldad.
Los impertinentes seguimos ladrando (moviendo la cola si hace falta), pero aprovechando como quien atesora oro, la grieta que no pueden cubrir los sicarios del comisariado político y económico.
El crimen es espontaneo, el miedo libre y el poder nuestro enemigo. No me digan que no vale la pena. Me gusta este oficio, a pesar de él.